R.M.N. de Cristian Mungiu
Desde que en 2007 se llevara la Palma de Oro con 4 meses, 3 semanas y 2 días, el rumano Cristian Mungiu ha presentado todas sus películas en el Festival de Cannes. Y tanto Más allá de las colinas, como Los éxamenes consiguieron colarse en el palmarés final. Y tampoco sería de extrañar que R.M.N. mantuviera la racha.
Esta vez la acción se desarrolla en un pueblo multiétnico, multicultural y multilingüe de Transilvania. Su protagonista, que trabaja en un matadero en Alemania, vuelve a casa por Navidad. Allí viven su hijo, un niño con problemas de comunicación, la madre de su hijo, su padre, su exnovia… un mosaico de personajes y de situaciones personales que le sirven a Mungiu para desarrollar su particular retrato de la xenofobia, el racismo, el fascismo, la inmigración o la emigración… un retrato de la Rumania actual.

Un país que a la vez que suministra mano de obra barata a los países más desarrollados económicamente de la Unión Europea, debe cubrir las vacantes que estas ausencias generan con trabajadores de otros países, otras razas y otras religiones. Este hecho se convertirá en el detonante del conflicto en un entorno que históricamente había mantenido un tenso equilibrio entre las distintas comunidades que lo conformaban. O al menos es lo que parecía.
A través de un control soberbio de la puesta en escena, Mungiu va presentando a toda esa galería de personajes, sus situaciones y sus relaciones a medida que va creciendo la tensión entre los distintos habitantes. Sin prisa, pero sin pausa. Poco a poco irá emergiendo la discriminación al extranjero, o a algunos extranjeros, apoyada en la simplificación y en la falsedad de los argumentos de quienes necesitan rechazar al foráneo. No es lo mismo el científico francés que realiza un estudio de los osos de la zona que los pasteleros de Sri Lanka a los que a algunos molesta que elaboren con sus manos no blancas el pan que ellos van a comer más tarde.

Una puesta en escena que presta gran atención a los detalles, a lo que ocurre en segundo término como es habitual en Mungiu. Capaz de construir un magistral plano secuencia, tenso e inquietante o de rodar en plano fijo una larga asamblea de la comunidad, apoyándose en exclusiva en las palabras y la forma de relacionarse los personajes entre ellos dentro del plano y que se convierte en climax y núcleo de R.M.N., en una secuencia que recuerda a la parte final de Un polvo desafortunado o porno loco de Radu Jude, otra película que realizaba un demoledor análisis de la sociedad rumana actual.
EL TRIÁNGULO DE LA TRISTEZA de Ruben Östlund
El ganador de la Palma de Oro de 2017 con The Square vuelve a la sección principal del Festival de Cannes con El triángulo de la tristeza, su primer trabajo en inglés, una sátira social descacharrante protagonizada por Harris Dickinson, Charibi Dean y Woody Harrelson.
Sus protagonistas son, Carl y Yaya, una pareja de modelos e influencers invitados a un crucero de lujo por la naviera. Los dos guapos, los dos moderadamente exitosos en su trabajo. Con su mirada crítica y cínica, su misantropía marca de la casa, Östlund realiza una crítica feroz y por momentos demasiado descontrolada a un mundo centrado en el dinero y en los mecanismos de poder de las sociedades del primer mundo occidental.

El triángulo de la tristeza se divide en tres partes. En la primera y tras criticar el mundo de la moda tirando de tópico, presenta a sus protagonistas. Como todos los personajes de la película son bastante arquetípicos. Da la impresión de que Östlund no quiere perder el tiempo en presentaciones sutiles y matizadas y opta por tirar de lugares comunes para poder meterse directamente en harina. Como es habitual en su cine, partiendo de un detalle, de una anécdota y las distintas formas de encararla y asumirla presenta a sus protagonistas.
La segunda parte la ocupa íntegramente el crucero de superlujo. Un mundo exclusivo de superricos al que Carl y Yaya son invitados porque a falta de dinero, tienen buena imagen y capacidad de influencia en las redes sociales. Mientras sean guapos e influencers son admitidos en el club. Un club de tres niveles en el que cohabitan los viajeros, el personal encargado de atenderlos, todos blancos e impolutos y el resto de los trabajadores, de color de piel más oscuro y provenientes de países en vías de desarrollo.

Y finalmente, una parte final que funciona como contrapunto de lo visto con anterioridad, como la imagen reflejada en un espejo deformante y que Östlund aprovecha para desarrollar su tesis. Como es habitual en su cine, el director sueco basa sus situaciones en la ruptura de las convenciones sociales. Como si interrogara o retara desde la pantalla a los espectadores de sus películas, la mayoría de ellos ciudadanos del primer mundo desarrollado, ordenado y regulado. Y a partir de ahí estira las situaciones en el tiempo. Las hace durar más allá de lo que un manual de dramaturgia estándar recomienda. No importa que se trate de una discusión sobre el pago de una cuenta en un restaurante o la cena de gala con el comandante en el crucero de lujo. Östlund busca llevar sus situaciones más allá de la lógica o de las necesidades dramáticas. Que sus situaciones degeneren al máximo, hasta hacer sentir incómodo al espectador. Y si algunos se sintieron desconcertados en The Square con la secuencia de la cena de gala en el museo y la performance del hombre que imitaba a un mono, El triángulo de la tristeza les reserva una secuencia que aún dará más que hablar. Entre carcajadas y desconcierto.
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