Roger Vila y la compañía INoFF se han inspirado en El paseo de Robert Walser para indagar en la desaparición literaria del autor suizo, que se recluyó en un sanatorio y renunció a escribir durante las dos últimas décadas de su vida.
Estaba literalmente escrito: “Todo esto”, anunció Walser, “lo escribiré después en una obra de teatro o en una especie de fantasía que titularé El paseo”. Finalmente fue la fantasía, una novela corta, y no el teatro. Pero Walser dejó muy claro que sus divagaciones de paseante podían representarse, quién sabe si interpretadas por él mismo, sobre un escenario. No es de extrañar, tratándose de alguien que se dedicó a la escritura sólo después de fracasar como actor, una vocación que despertó en su juventud una función de Los bandidos de Schiller. La versión escénica de El paseo, sin embargo, no vio nunca la luz. Así que el estreno de L’art de desaparèixer lentament ha venido a cumplir, más de un siglo después, en el cumpleaños del autor (ironías del calendario), su viejo deseo de hacer un Paseo escénico.

L’art de desaparèixer lentament, sin embargo, no es una adaptación literal de la novela de Walser. Roger Vila compone la pieza como un diálogo libérrimo entre los dos grandes paseos del autor suizo: el de 1917, que tomó forma de novela breve, y el de la Navidad de 1956, que dejó el cadáver de Walser tendido sobre la nieve. Entre uno y otro, con evidentes ecos premonitorios, Vila hace un relato elegante, sobrio y muy didáctico de la vida, obra, muerte y silencios de Walser, buscando de vez en cuando el favor de la platea con algún amable golpe de humor y traspirando, en todo momento, su rendida admiración por el autor suizo. Porque L’art de desaparèixer lentament es, ante todo, una loa fúnebre de Vila al talento walseriano enterrado en vida, una elegía a su frustrante desaparición literaria, a esos últimos veintitrés años en que el autor suizo castigó al mundo y a las letras con su implacable mutismo.
La función está marcada, de principio a fin, por ese tono laudatorio y didáctico. Empieza como termina: con la visita guiada de tres turistas contemporáneos a los alrededores del sanatorio de Herisau, en el cantón suizo de Appenzell, donde Walser residió, paseó, leyó y no escribió durante dos décadas. Entre las dos visitas guiadas, Roger Vila se inventa una investigación policial sobre la muerte del autor, un recurso algo forzado si tenemos en cuenta que los pasos de Walser se detuvieron cuando se detuvo su corazón. Y no hay más. No hay misterio. Pero la investigación policial permite a Gal·la Sabaté, Àlex Sanz y Carles Roig endulzar la biografía walseriana con efectistas golpes de humor, alternar el testimonio veraz de Carl Seelig, autor de los célebres Paseos con Robert Walser, con el histrionismo de la aldeana que encontró a Walser sobre la nieve, las dudas compulsivas del músico que amenizaba sus tardes en el sanatorio o los ladridos de un perro ante el micrófono.

En un tercer nivel, entre la investigación policial y las visitas turísticas, en una suerte de limbo narrativo, fluyen estampas walserianas ad libitum, desde el tormento de las alucinaciones auditivas hasta las pullas a la farándula literaria o al nazismo. Todo ello sin más utilería que un colchón, una cinta corredera, un micrófono y una ventana. El anecdotario sólo se interrumpe con una tímida escena autoficticia, donde Sabaté y Roig se preguntan, como intérpretes de la función, si no sería mejor, en los tiempos que corren, desaparecer como desapareció el autor suizo. Y por un momento vemos el vínculo entre los convulsos años treinta y cuarenta de Walser y nuestros convulsos años veinte. Pero es sólo un momento, y la función vuelve enseguida por sus fueros biográficos.
L’art de desaparèixer lentament es un interesante acercamiento a la figura de Walser, lastrado a ratos por sus excesos didácticos y por algún innecesario chascarrillo, que la compañía INoFF sirve con gran versatilidad y solidez. El lector de El paseo echará en falta, probablemente, los episodios donde Walser destaba su humor más agudo y sombrío, sus provocaciones al lector y su saña política, cuando se burlaba de la banca donde trabajó de botones, cuando denostaba la velocidad de las máquinas que, por aquel entonces, glorificaba el fascismo, cuando se mofaba de la publicidad de las grandes marcas en la pequeña Suiza rural, o cuando defendía con uñas y dientes el medioambiente de la codicia humana. El Walser más político se queda en el tintero, y es una lástima. Pero se cumple la voluntad de llevar El paseo a escena, que no es poco. Una función que gustará a los bartlebianos, a quienes no conozcan al padre literario de Kafka y, en general, a todos los que entiendan que la gran literatura del siglo XX fue una literatura menor que hizo lo imposible por desaparecer. Propósito felizmente frustrado por funciones como ésta.
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