La compañía La Zaranda llena El Teatro Romea de tétricas musas cabareteras
El cabaret, durante una época, fue el centro neurálgico de la noche. Pero las nuevas tendencias y el envejecimiento de un formato que no pudo encontrar un espacio con el paso del tiempo, lo condenaron a la desaparición. El desguace de las musas quiere homenajear este género, poniendo el centro de atención en la decrepitud y el enrocamiento a unas formas y anhelos que se convierten en quimeras inalcanzables.
Bajo la dirección de Paco de la Zaranda, sin embargo, los personajes exageran una oscuridad y unos miedos que ya nos golpean por el mero hecho de mostrarse. Este montaje poético va de egos no escuchados, de crecimientos abortados, de envejecimientos no aceptados. La putrefacción del espacio, de las almas y de los objetos que respiran en el cabaret tienen su último papel en una función de apoteosis hendida. Los espectadores han dejado de ir, los reclamos han dejado de serlo y todo se convierte en una espiral destructiva sin fin en una escenografía apropiada y coherente con el mensaje de la obra.

A pesar de todo, las sombras superan las luces. El hilo argumental consigue un tono y un clima decadente que la trama estira hasta límites innecesarios. Como resultado, el espectador encuentra unos personajes distantes, porque la exageración no les deja ser. Quizás, por ello, el devenir de la función se va volviendo redundante y circular y no deja lucir un talento actoral, que aparece en cuentagotas.
En definitiva, El desguace de las musas camina con dificultad sobre un escenario que chirría en una lograda ambientación pero en la que no conseguimos adentrarnos. El lenguaje poético del montaje se enreda en un texto repetitivo que expulsa la misma esencia con la que ha sido creada la función. Y es que si la poesía va directa al alma gracias a la concisión, aquí las palabras se enredan en un ovillo infinito. Las musas se desvanecen, poco a poco, con la sensación de que no les han creado un espacio adecuado para expresarse.
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