Ya se me ha pasado la época en la que juzgaba con soberbia todo aquello que me parecía un asalto a la inteligencia. Poco a poco estoy aprendiendo a identificar el lado amable de todas las acciones, aunque éstas no sean de mi devoción. Y no sé si ahora es bueno tratar de encontrar la justificación a todo, pero lo cierto es que con los años uno se va volviendo más benevolente.
Sobre “El libro de imágenes” de Godard hubiera dicho entonces que se trata de una amalgama inconexa de elementos recopilados durante toda una vida, donde imágenes y narración se oponen y descomponen aleatoriamente para terminar lanzando como soflamas los mensajes de siempre. Sin embargo, después de tanto brebaje caótico lleno de interferencias y de una gran dosis de paciencia, me aparece el afán blandito por empatizar y termino reconociendo que algo de arte debe haber en todo ese derroche de ingenio que consigue con éxito mantener la veneración de sus adeptos, convencer a productores y colarse en festivales de prestigio.

Está claro que Godard también ha ido aprendiendo con el tiempo a reducir su nivel de radicalidad. Siempre abogó por que sus producciones se mostraran exclusivamente en pequeño formato, pero esta vez consigue la Palma de Oro Especial en un Festival de Cannes que exhibe su película para minorías ante más de dos mil personas.
Todo un reto al aburrimiento que sigue la senda de su anterior trabajo “Adiós al lenguaje” (2014) y dispone en cinco capítulos una propuesta abstracta de tragedia, violencia y horrores que vuelven desde el pasado. Una mezcla caprichosa e infinita de escenas históricas, secuencias de cine distorsionadas y mensajes trillados que no sorprenden, sino que más bien saturan en ese empeño por explicar al ser humano desde la destrucción. En conclusión, una operación estética tan atrevida como probablemente expuesta a la fugacidad y a la extorsión de sus enemigos.
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