Entre Metrópolis i el Libro de la selva, en su último film Wes Anderson anima minuciosamente un universo distópico, en una fábula animalística que vehicula un mensaje político profundamente conservador
El vuelo de Atari
No hay nada tan siniestro como una flor artificial. Segunda película de animación de Wes[ley Wales] Anderson, casi 10 años después de Fantastico Mr. Fox (2009), he aquí el 12º film del cineasta norteamericano, una fábula distópica de carácter político social ambientada en un Japón retrofuturista, que narra la peripecia de Atari, niño mesiánico que, al mando de su pequeña avioneta, vuela saint-exuperianamente (accidente incluido) hasta la isla-vertedero donde el padre adoptivo ha hecho recluir a los perros con el fin de evitar que estos propalen una enfermedad -de hecho fabricada desde el poder, para poder suplantar a los animales por una réplica robótica.
Se ha hablado de Kurosawa y de Svankmajer como inspiradores de Isla de perros. Sin embargo, y aún sin negar tal influencia digámosle ambiental, dos subtextos, cinematográfico el uno, literario el otro, se nos hacen presentes de inmediato al referirnos a la última producción de la factoría Anderson: Metrópolis, de Fritz Lang, con guión de la protonazi –por entonces, 1927– Thea von Harbou, y El libro de la selva, de Rudyard Kipling, que ha conocido diferentes adaptaciones al cine, singularmente por parte de Walt Disney.
Comparte Isla de perros muchas cosas con el film de Lang-von Harbou: la problemática social –en esta cinta representada por los perros, obviamente en el lugar de los obreros–, la división de espacios (la ciudad alta, donde viven los dirigentes vs. la ciudad baja, donde habitan y laboran los trabajadores, en el clásico de Lang; Megasaki, donde viven los seres humanos vs. Trash Island, donde son confinados los perros, en la fantasía andersoniana); la rebelión y el carácter mediador de un héroe “hijo” (o “ahijado”) del dirigente; el amor como trasunto de la paz social (en Metrópolis, entre el protagonista y la obrera María; en Isla de perros, entre Atari y la activista extranjera); la existencia de robots que pueden suplantar a los obreros y que de alguna manera les son sus dobles (curiosamente, en el film de 2018 se trata de una segunda instancia de simulación que redunda en la verosimilitud de la primera, puesto que los perros-robots substituirían, conforme a los planes de los perversos dirigentes de la distopía andersoniana, a unos perros-muñeco).
En cuanto al Libro de la selva, tal obra está bien presente en la relación entre Atari-Mowgli y su clan de perros alfa (asimilable a los lobos de Kipling); en el film de Anderson, como en el clásico victoriano, los animales tienen su propio lenguaje, diferenciado del habla de los humanos; son también estos animales los portadores de valores nobles, de los cuales, por lo general, están ayunos los seres humanos que nos presenta la película. En Anderson, por lo demás, los perros muestran un comportamiento democrático, casi –podríamos decir– asambleario, claramente diferenciado del modelo de gobernanza de Magasaki, urbe-sociedad uniforme, controlada y manipulada desde los medios de comunicación. Resulta significativo, asimismo, que el alcalde Kobayasgi y sus secuaces no sean depuestos por la airada reacción de la opinión pública ante la revelación de la trama corrupta, sino consecuencia directa de la intervención de un hacker del grupo de resistentes, el cual impide que los animales resulten definitivamente envenenados. Por otro lado, hay que tener en cuenta que la reivindicación de los perros (cual casta india) no va más allá de reclamar que se les reintegre en el su papel subalterno dentro del orden social, una concepción más que chata de movimiento revolucionario.
Asimismo, vale la pena anotar que el motivo de la isla, que la modernidad, cuanto menos desde Robison Crusoe, ha conocido como el escenario edémico donde el hombre civilizado debe hacer frente a una naturaleza virgen, venciéndola mediante el ingenio, con el fin de sobrevivir, aparece cada vez más en las ficciones contemporáneas (también, por ejemplo, por citar un ejemplo reciente, en 9 dedos, del francés Ossang), como un ámbito de degradación, a menudo asociado a contextos apocalípticos.
La realidad y su doble
Sin negar que el fordiano método de trabajo haya proporcionado un resultado brillante en muchos aspectos, sobre todo desde el punto de vista formal, y no sin matices que, en todo caso, cabría hacer extensivos al conjunto de su obra, conviene destacar alguna peculiaridad tan llamativa como la falta de intervención directa de Anderson en la ejecución de la cinta, ya que tanto la elaboración de los muñecos, como el diseño de los microsets de rodaje, como la filmación, en suma, de los fotogramas del film se han llevado a cabo de manera remota para el cineasta, quien ha controlado todo el proceso a golpe de correo electrónico. Es verdad que esta película le ha valido a Anderson el premio al mejor director del Festival de Berlín. Lo que no parece ser del todo cierto, tal vez, es que Anderson sea un director de cine en el sentido habitual del término. En realidad, resulta más bien un híbrido entre productor del Hollywood clásico y el director de una productora de videojuegos. Más que un creador de historias Anderson es un desarrollador de escenarios, un contextualizador excepcionalmente minucioso, con una enorme capacidad de mobilizar recursos y personas alrededor de proyectos propios que tienen en comú lo que se ha dado en llamar el estilo Anderson.
Los simétricos y edulcorados mundos de Wes Anderson causan la extrañeza baudelairiana de un paraiso artificial. La ciudad de Megasaki, generada por síntesis en el laboratorio andersoniano a partir de tópicos, imágenes y fantasías más o menos orientalizantes, se parece, en cuanto al procedimiento de invención, a la suite que los alienígenas de 2001 de Kubric construyeron a partir de imágenes de televisión como hábitat presunto de su astronauta-cobaya. Hay un resultado más o menos amable, a primera vista incluso entrañable, una puesta en escena con mil detalles que somos incapaces de percibir en su totalidad; pero en ningún momento dejamos de sospechar que lo que vemos es el producto de una ecuación fría, de un cálculo matemático. La inquietud que causa Isla de perros tiene que ver con aquel fenómeno que Freud describió como umheimlich y que se ha traducido como siniestro, pero que más bien se trataría de una angustia de extrañamiento, de falsa familiaridad, y que el vienés ejemplificaba aludiendo a entidades dobles, mecánicas, de apariencia humana, como las prótesis. No es casualidad que los héroes andersonianos sean, más que a menudo, y también aquí, huérfanos, porque justamente lo umheimlich se refiere al sentimiento de lo extraño dentro del ámbito de la familia, donde, en palabras de Mark Fisher, “lo exterior se vuelve legible en términos de un drama modernista familiar” (Lo raro y lo espeluznante, Alpha Decay 2018, p. 11).
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