En 2014 varios agentes cinematográficos decidieron que una película sobre un asesino el cual después de perder la mujer, que le maten el perro y le roben el coche, decide emprender una sanguinaria venganza, no interesaría lo suficiente como para estrenarse en el cine. Dio igual que el protagonista fuera Keanu Reeves, que otros films de temática similar hubieran triunfado en taquilla ni que al ser el debut como directores de dos especialistas, Chad Stahelski y David Leitch, asegurara grandes dosis de acción. Pero mira por donde, la gente decidió demostrarles que se equivocaban.
“John Wick, otro día para matar” fue haciendo su camino entre las redes, la televisión y plataformas digitales mientras los espectadores la elevaban a película de culto del género y aquí nos encontramos, tres años después, con el estreno de una secuela y como mínimo una tercera ya en marcha. Y la pregunta es obvia, ¿qué tiene de especial este personaje y su universo por haber logrado tal éxito? Pues varias cosas que se recuperan, aun magnificadas, en esta segunda entrega.
Pero empecemos por el argumento. En “John Wick, Pacto de sangre“, el asesino vive con ilusa pretensión de retirarse del oficio y vivir tranquilamente en una gran casa con un nuevo perro y el recuerdo constante de la mujer que perdió. Pero primero querrá recuperar el coche que le robaron y esto ya pondrá las cosas difíciles. Y aún más cuando Santino de Antonio (Riccardo Scamarcio) se planta en su puerta para reclamarle que cumpla un encargo en cumplimiento de una deuda. Con todo, Wick volverá a verse arrastrado a un mundo controlado por una aristocracia criminal donde la única manera de sobrevivir es disparar más rápido o ser capaz de encontrarle las posibilidades mortales incluso a un lápiz.
Uno de los principales ingredientes del coctel es la mezcla, por gracia del guión de Derek Kolstad, de elementos que fusionan desde la melancolía de un antihéroe estilo western, con unos asesinos con un código de conducta más propio de los samurais o unos escenarios que transitan entre el minimalismo y el lujo. Y sobre todo, el hecho de insertar todo ello en medio de un mundo “real” con gente ajena a este universo que se ha colado en su “normalidad”. Un mundo real que contrasta con el de los sicarios en los dos extremos, tanto cuando sigue transcurriendo sin interferir como cuando juega un papel decisivo en lo que ocurre.
La otra seña de identidad es la manifiesta voluntad de no complicar la exposición de todo ello con falsas profundidades. “John Wick, Pacto de sangre” es acción, pura, cruda, sin concesiones, continua, al grano. Y esto supone para la película un acto de liberación al no tener que resultar verosímil y poder sacar partido de situaciones tan increibles como entretenidas. Luchas cuerpo a cuerpo, matanzas con silenciador moviéndose por una galería de arte entre la gente, persecuciones estilo videojuego por los fondos de unas ruinas romanas, enfrentamientos en el metro, o la espectacular lucha a muerte en una sala de espejos. Una tras otra las escenas de acción se sirven del montaje, la fotografía, los espacios y unas coreografías donde se nota el oficio de Chad Stahelski para entregar momentos donde violencia y estilismo visual se dan sanguíneos abrazos.
Y por último, esta voluntad de desnudar el film de disquisiciones innecesarias también libera unos personajes que no pierden tiempo ni recursos interpretativos en abordar un fondo que no es necesario mostrar. Empezando por un Keanu Reeves lacónico transformado sin esfuerzo en la fantasmagórica máquina de matar que es John Wick. Pero también una galería de secundarios que entregan una serie de grandes momentos en la película cargados de humor negro: Ian McShane, Franco Nero y Lance Reddick como los gerentes y conserje del hotel donde se reúne la aristocracia criminal, el mafioso Peter Stormare, la asesina muda Ruby Rose, los hermanos Riccardo Scamarcio y Claudia Gerini disputándose el lugar en la mesa del sindicato del crimen o la cabeza de una nueva facción de asesinos Laurence Fishburne.
Un filme por lo que no se dio un duro en su día convertido ahora en exitosa saga de acción visualmente complaciente, entretenida, divertida y con su dosis de homenaje a las cosas hechas a mano, ya sea matar, coser un traje o rodar una película sin florituras digitales ni psicodiscursivas.
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