En Cero K, Delillo conecta la eternidad con fin de la vida e imagina una suerte de apocalipsis sosegado, un azote al integrismo tecnológico y su mejor novela en dos décadas.
En su ensayo Volverse público, el filósofo Boris Groys sostiene que un mundo de diseño total, ese que dice que habitamos, es a su vez un mundo de absoluta sospecha. De aquí que por lo general tendamos a creer únicamente a quienes eligen representarlo con su peor aspecto, su versión más monstruosa, y en consecuencia que terminemos dudando de quienes pretendan embellecer nuestra realidad, pues además sabemos que se suele hacer a costa de la mayoría. Esto sucede ahora y de un modo generalizado desde la irrupción de las redes sociales, y sin embargo hay quienes llevan algunas décadas sospechando, Don Delillo por ejemplo, tachado de paranoico en incontables ocasiones (alguien llegó hablar de él como del ‘chamán en jefe de la Escuela Paranoica de la Ficción Americana’), escritor que tras el asesinato de Kennedy empezó a ver cosas raras, advirtió que existía un espacio sin explorar entre significantes y significados y en eso fijó su atención, lo hizo antes de que el mundo fuera el de hoy, un mundo, dice Groys, de diseño total. Y quizás por ser Delillo pionero en todo esto, su literatura es algo más vaporosa que la de los actuales chamanes (hoy se emplea el término conspiranoico en lugar del otro), desde luego menos encrespada, y es fácil advertir que sabe alguna cosa más que el resto. En Cero K, su última novela y también la mejor desde que se publicara Submundo hace ya veinte años, el autor disfraza de ucronía lo es que es en verdad nuestra realidad, lo hace sin artificios ni las habituales conjuras entre géneros literarios, lo suyo no es ciencia ficción ni tampoco lo contrario, se parece más a un esmerado inventario de lo que queda en aquel breve espacio al que antes aludía, ese que mantiene el nombre alejado de la cosa.
Narra la historia Jeffrey Lockhart, joven escéptico y desempleado a partes iguales. Una mareante travesía llena de enlaces lo aterriza en el desierto kazajo, en cuyo punto más ignoto hay construido un complejo científico con más incógnitas que soluciones, un lugar sin rostro en el que hay puesto en marcha un programa que permite criogenizar a quienes, estando ya en el final de sus vidas, pretendan regresar algún día. A Jeff le aguarda allí su padre, el magnate Ross Lockhart, cuya esposa sufre una enfermedad incurable y se dispone ya a ingresar en esa sala de espera metafísica, otro espacio intermedio que allí separa vida y muerte sin ser una cosa ni la otra. Ross es, además, uno de los principales inversores de este proyecto eternizador y un adepto fervoroso de sus postulados. De forma magistral, Delillo establece a partir de entonces una conexión directa entre el lector y el aturdimiento del joven narrador, cuyo recorrido a través de los pasillos del lugar se desarrolla como el avance sonámbulo de quien, hallándose en un laberinto, ni siquiera busca la salida. ‘La muerte es un artefacto cultural, no una determinación estricta de lo humanamente inevitable’. Es uno de los mantras de los hombres de blanco que gobiernan aquel lugar. Pero Jeff recela del argumentario de estas entidades uniformadas de doctrina tecnológica; más aún cuando descubre que se llevan también a su padre, en perfecto estado físico. A quien aprende a jugar a ser Dios, no le hacen falta acuerdos fáusticos.
La escritura de Delillo, mayormente descriptiva, criogeniza el tiempo del lector e invade sin complejos ese dominio inconfundible del cine que es la suspensión. En vez de narrar, el autor descubre, lo hace con suma curiosidad, el universo que él mismo procura; y uno percibe esa misma inocencia en sus personajes. Individuos superados por algo mayor, por las imágenes, que empequeñecen a quienes hallan en su impacto la huella inconfundible de la verdad. Al resto, siempre les quedará la sospecha.
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