Bajo la apariencia de una obra menor, lo nuevo de Vila-Matas se revela como una súbita retrospectiva de su propia labor literaria, un texto a la vez cándido y comedido que halla en la obra ajena el fiel reflejo de su proyecto creativo.
En Marienbad eléctrico, Vila-Matas reinterpreta su relación con la artista francesa Dominique Gonzalez-Foerster, con quien comparte una sucesión de ‘felices equívocos creativos’ y un fructuoso intercambio de ideas ‘sin inhibiciones’ que el autor celebra como ‘escenas de resistencia a la velocidad de nuestro tiempo […], escenas que dan las espalda a los acontecimientos de la televisión, a los negocios y las diversiones trepidantes’. Les une un marcado interés por el arte de la conversación y coinciden en hallar en estos encuentros, en ‘la asimilación de otras voces’, su propia originalidad creativa. Con Dominique, Vila-Matas vuelve transitar por su particular calle Rimbaud, aquella que le conecta con sus años de ‘edad más genuina’, y halla refugio, y acaso también cierto sosiego, en las instalaciones de esta singular creadora, perpetradas casi siempre como espacios perequianos que encierran, en su interior, delicados inventarios literarios. Lo mismo persigue el escritor en sus novelas.
Impulsado por su inquebrantable afán detectivesco, Vila-Matas sigue empeñado en desentrañar los misterios de su propio proyecto creativo, aquel que trata de testimoniar la imposibilidad de escribir de forma satisfactoria. Con los años (y aprovechando que muchos miraban para otro lado), su literatura ha terminado configurándose como un extraño universo sin creador en donde todo surge como continuación o preludio de aquello que queda oculto, ‘pues hay que saber que la literatura permite pensar lo que existe, pero también lo que se anuncia y todavía no es’. Trata así de asemejarla a la vida, que a diferencia del relato convencional, encuentra su sentido en la correlación de subjetividades que se sirven de ella.
También Marienbad eléctrico se configura como conjura de una multitud de voces, pero a diferencia de algunas de sus novelas más célebres, deja a un lado la envestida irónica y avanza como elogio sincero al espíritu colaborativo: ‘yo adoro el encanto de un cierto tipo de libros -raros, gentiles, estimulantes- en los que un artista explica por qué admira a otro’. Culmina así la metamorfosis gradual que en los últimos años ha sufrido su obra, cuyo componente lírico y estrictamente literario ha ido substituyendo, poco a poco, a la anécdota y al elemento observacional. Conserva, eso sí, su visión sterniana de la literatura y su confeso (y ya célebre) desinterés por la acción. Define a Walser y habla de sí mismo: ‘leerlo es ver cómo los pensamientos y las cosas desfilan con una extraña mezcla de orden y azar productivo’.
Del propio Vila-Matas, podría añadirse que lo que uno se lleva consigo al leerlo no lo arrastra la memoria. Se asemeja, en todo caso, al poso que deja tras de sí la experiencia, que sintetiza en una única imagen lo que es a la vez abstracto y eternamente valioso. El recuerdo que uno conserva de sus novelas alude casi siempre a ese algo vivencial (a eso mucho más que a la propia narración) y es por eso que, a menudo, en su obra lo nuevo resulta indistinguible de lo viejo. A Vila-Matas se lo lee siempre por primera vez.
Cumple así con el requisito fijado por Duchamp -y que aparece oportunamente citado en el libro- para una fiel definición de lo que hay que entender por arte: ‘una salida hacia regiones donde no dominan ni el tiempo ni el espacio’.
