Como dice el proverbio: la venganza es un plato que se sirve frío. Extremadamente frío, en el caso que nos ocupa. “El renacido”, basada en hechos reales y en la libre adaptación de la novela del mismo título de Michael Punke
El renacido es la historia de supervivencia y venganza de Hugh Glass, un reconocido explorador norteamericano de principios del siglo XIX que, después del brutal enfrentamiento con un oso, es abandonado por sus compañeros de expedición, moribundo. Un hombre al borde del abismo, en pleno invierno extremo, luchando en solitario contra las fuerzas de la naturaleza, movido únicamente por su afán de venganza.
Después de conseguir el año pasado el mayor éxito de su carrera con Birdman, ganadora de cuatro Premios Oscar (incluyendo Mejor Película y Mejor Director), el cineasta mexicano Alejandro González Iñárritu regresa con un género inédito, en apariencia, en su filmografía: un western. La historia transcurre en 1823, cuando el interior de los actuales Estados Unidos era una encrucijada de culturas, entre norteamericanos, europeos y cientos de tribus nativas. Un territorio salvaje en el que unos y otros se relacionan entre sí, comercian y luchan por sobrevivir. Como el Tarantino de Los odiosos ocho, Iñárritu describe los inicios de Norteamérica como una historia construida sobre cimientos de ceniza, sangre y pólvora. Sin embargo, utiliza este contexto como excusa para introducir elementos característicos de su cine y, al mismo tiempo, reivindicar su identidad de autor.
En El renacido, como sucedía en sus dos anteriores películas, la fallida Biutiful y Birdman, Iñárritu coloca abruptamente a un personaje omnipresente en busca de redención, y nos agarra con fuerza para que le acompañemos en un viaje físico y emocional en el que hallará el significado de la existencia. Si su anterior film destacaba en el apartado técnico por un excepcional falso plano secuencia, aquí el preciosismo habitual de este perfeccionista realizador se muestra a través de unas secuencias con muy pocos cortes, especialmente las referidas a los enfrentamientos entre los colonos y los nativos, donde la cámara se mantiene siempre muy cercana a los personajes, pasando constantemente de unos a otros. Se trata de una experiencia inmersiva que intenta envolver al espectador, al estilo de la realidad virtual. Sin embargo, estos excesos formales de la realización hacen que, a medida que avanza la historia, nos sintamos “fuera” de la misma, reduciendo el asunto a una mera contemplación ampliada.
En este sentido, fiel a su ambición, Iñárritu ha perseguido romper el muro de la actuación y que tanto el equipo técnico como los actores y por extensión, los espectadores, se transporten de manera casi física al interior de las imágenes. Rodada únicamente con luz natural, sin ningún apoyo artificial, gracias al genial trabajo del director de fotografía Emmanuel Lubezki (Gravity, El árbol de la vida), en localizaciones nevadas de Calgary (Canadá) y en Ushuaia (Patagonia argentina), el equipo de grabación tuvo que sufrir temperaturas cercanas a los treinta grados bajo cero, fuertes vientos y pocas horas de luz. El resultado técnico es excepcional, efectivamente, pero aunque busca el verismo, asistimos a una mera representación, excesivamente calculada y, valga la redundancia, fría.
Leonardo DiCaprio interpreta al protagonista y consigue expresar emociones complejas, como miedo, desolación o rabia, prácticamente sin decir una palabra en buena parte del metraje, sólo con su cuerpo y su mirada. Seguramente no está a la altura de sus trabajos con Martin Scorsese, ni Glass ni tiene la enjundia del Cobb de Inception (Origen, 2010), pero con su esforzada interpretación consigue que sintamos el vértigo ante las adversidades que encuentra en su camino. Su experiencia (meta)física, agotadora, nos pone a prueba como espectadores y, en ocasiones, como en los innecesarios flashbacks, raya la fatiga.
Sin embargo, El renacido es una película preciosa, digna de (ad)mirar. Iñárritu despoja el cuerpo narrativo de la historia para ofrecer una obra poética, contemplativa, en la línea del cine de Terrence Malick, Andréi Tarkovski y el Akira Kurosawa de Dersu Uzala (El Cazador, 1975). Como en las historias de hombres que luchan contra las fuerzas masivas de la naturaleza, la película muestra la necesidad de encontrar cierto deseo existencial para seguir luchando. El personaje de DiCaprio lo descubre en la situación más extrema. Como dice el proverbio, en el dolor más profundo es donde emerge la belleza.
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