Como una especie de prueba definitiva, la primera novela de Miranda July confirma la solidez y el vigor de la voz de esta artista polifacética que vuelve a fascinar, en El primer hombre malo, con una historia de ternura y fragilidad.
Define la obra de July su carácter versátil, siempre diáfano, pero también una redundancia temática que parece tratar de responder a una única pregunta: ¿Y si el mundo dispusiera el conjunto de sus elementos de tal modo que no nos quedara otra que enfrentarnos, día tras día, a nuestros miedos y fantasías?
Odiada y admirada por igual en su país (hay quien compara su estilo expansivo con el de la abominable Amélie Poulain) sería injusto no reconocer la capacidad y la valentía de July de explorarse a sí misma desde la honestidad y, sobre todo, sin caer en los artificios estéticos de una industria que se ha demostrado capaz de incorporar la caracterización quirk en el amplio espectro de todo cuanto pasa por ser cool. Porque si bien es cierto que no deberíamos disociar completamente la obra de July del lenguaje dominante de la modernidad creativa, se equivocaría quien la colocara en sintonía con el espíritu flojo y supuestamente rompedor de propuestas como la de la archicelebrada Girls, la serie televisiva de Lena Dunham.
Protagoniza El primer hombre malo Cheryil, una mujer soltera, solitaria y vulnerable que no logra desembarazarse de un molesto Globus hystericus (o nudo permanente en la garganta) ni tampoco de una extraña obsesión por Philip, un compañero de trabajo veinte años mayor que ella. Como en sus películas, July se sitúa aquí en el núcleo de su propia historia e imagina un entorno en donde cada personaje ejerce una influencia concreta (y poderosa) sobre cuanto remueve su conciencia. Impulsan la trama los deseos y las esperanzas patéticas de los unos y los otros y un caos que únicamente lo es en apariencia y que adquiere sentido en un universo en donde todo el mundo actúa al margen de las habituales convenciones sociales y en base a pulsiones primarias y perversiones inconfesables.
Con un ritmo poco literario y una gramática narrativa en ocasiones demasiado próxima a la del guión cinematográfico, la novela nutre al lector con una infatigable letanía de episodios y minuciosidades que rezuman inteligencia, intimidad y una visión del amor tan contundente como atípica en tiempos de fugacidades emocionales. Pero hallamos la fuerza de July en un discurso personal que se impone a la originalidad de sus ocurrencia y que logra seducir sin necesidad de acudir a las habituales trampas retóricas ni al cinismo de la oficialidad cultural del momento. Quizás, en un futuro, será este el discurso predominante y no nos quedará otra que enfrentarnos, día tras día, a nuestros miedos y fantasías.
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