La editorial Impedimenta publica, como de costumbre en una cuidada edición, una conmovedora novela-testimonio de Pascal Bruckner, que ahonda en una incómoda figura, la de su propio padre, fascista, violento y mujeriego. Un relato verité que revisita un pasado perturbador con mucha lucidez y sin rastro de ira.
Un buen hijo… para un mal padre. El título de esta novela confesional de Pascal Bruckner es, desde luego, una gran ironía. Esta obra que ahora publica Impedimenta, en una excelente traducción de Lluís María Todó, podría parecer un ajuste de cuentas, no tanto con el padre, furibundo antisemita al que fue imposible amar, sino con la propia infancia del escritor; pero en realidad es una lúcida indagación sobre un pasado que muchos en su lugar querrían olvidar y que, el autor de Lunas de hiel, curiosamente, supo utilizar como trampolín para lanzarse a la búsqueda de su propio yo. La cita de Ingmar Bergman que antecede a la lectura es, en este sentido, sintomática: “Las fuerzas creativas acuden cuando el alma está amenazada”. Bruckner no dejó que el padre fascista se convirtiera en un ogro de proporciones hercúleas, como sí le ocurrió al genio desvalido de Franz Kafka. Afortunadamente supo desenmascararlo a tiempo, y convertirlo en personaje bufonesco de una película de terror (su género favorito) al que observar primero con desdén y, con el tiempo, incluso con cierta ternura; un personaje que de algún modo encarna también las vergüenzas de una Francia –la del régimen de Vichy– que aún duele a muchos de sus ciudadanos.
Bruckner empieza como lo haría un surrealista sulfuroso, dispuesto a romper con las convenciones: por la noche, Bruckner niño reza a Dios y le suplica la muerte del padre, a ser posible en accidente de coche. El escritor no siente culpa por sus deseos, sino comprensión ante un chico asediado por una familia inmerecida, que busca en Jesucristo –a quien imagina guiñándole un ojo– la complicidad que ansía. Pronto entra en acción el padre que abofetea, da patadas y humilla; un personaje detestable que, sin embargo, activa un resorte de energía, y también de creatividad en el hijo: “Los padres violentos tienen una ventaja: (…) Te despiertan como si fueran una descarga eléctrica, te convierten en un eterno luchador o en un eterno oprimido. El mío me comunicó su rabia: le estoy muy agradecido. El odio que me inculcó también me salvó. Lo volví contra él como un bumerán”.
Empieza así un extraordinario relato de iniciación, en el que el autor combina la evocación de una infancia revisitada sin complacencias con las reflexiones más variadas, realizadas desde la serenidad de la vida adulta. Brucker nos muestra cómo fue capaz de educarse a sí mismo en un entorno hostil, de acudir a una clarividencia infantil que jamás le abandonó y que impidió que las opiniones venenosas del padre le entraran por la sangre. . A medida que el libro avanza, nos conmueve comprobar que el escritor, a los sesenta años, es capaz de atemperar sus recuerdos, de sustituir el rencor por un tímido cariño.
Pocas veces se nos ofrece una novela de formación tan abrumadoramente sincera y bien escrita como ésta. Pese a los borrascosos recuerdos de familia, Un buen hijo proporciona ganas de vivir. Es ante todo una exultante loa a la búsqueda personal, más allá de cualquier marca del destino. Sin pretenderlo, el padre le enseñó a Bruckner lo que realmente valía la pena. El escritor se rebeló, huyó y salió afuera, a la conquista de un mundo lleno de promesas. Y ahora, en plena madurez, nos lo cuenta con increíble serenidad, sin rastros de hiel, satisfecho de haber vivido tal y como quería.
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