La novela del irlandés Colm Toibin (Enniscorthy, Irlanda, 1955) narra los últimos años de vida de María, la madre de Jesús de Nazaret. Lo hace desde una perspectiva realista. Es una mujer anciana, herida, que no comprende los hechos desde la perspectiva grandilocuente y religiosa que otros quieren darle. Los que la protegen, los que la vigilan.
Agustí Villaronga (Mallorca, 1953) cuenta que siempre había coqueteado con la idea de dirigir un texto teatral, y, quizás por el gran éxito que supuso su último film (Pa Negre, 2010) ha tenido la tranquilidad económica y el respaldo institucional para llevar sus deseos a cabo. Aunque es bien cierto que siempre ha dado la impresión que hace lo que le ha apetece. Para un servidor, es uno de los únicos verdaderos outsiders del cine patrio. Tiene en su haber auténticas obras maestras que han pasado más o menos desapercibidas: el film de terror Tras el cristal (1987), la personalísima El mar (2000) o el film rodado a seis manos con Lydia Zimmerman e Isaac Racine, Aro Tolbukhin: en la mente del asesino (2002).
Cuenta el propio Villaronga que su primera y única opción para el papel de María era Blanca Portillo, y así dejó constancia en cuanto envió el proyecto al Centro Dramático Nacional. La decisión es totalmente lógica, ya que cuesta imaginar una actriz actual que pueda ser un seguro tanto en popularidad como en calidad interpretativa. Ya dejó atrás el sambenito televisivo -cuanto cuesta en este país- para iniciar desde años una fulgurante carrera en teatro y cine.
Hay que destacar la escenografía del artista Frederic Amat y el vestuario de Mercè Paloma. Pero lo que asombra de la interpretación, mejor dicho, de la apropiación de la obra que hace Blanca Portillo, es que desaparece todo rastro de la dirección y del texto. La escenografía y el vestuario se funden en ella. La obra es ella, porque ella es María. El espectador no deja de seguir sus pasos por el escenario, atento a cada movimiento o frase. Y ese es, según mi humilde opinión, el mejor cumplido que se le puede dar a una obra de estas características. Por mucho presupuesto que tenga, por mucho que la obra, en su origen, fuera interpretada por la mismísima Meryl Streep en vídeo. Nuestra María, esta anciana que nos habla de sus recuerdos es Blanca Portillo.
María és una madre que ha perdido a su familia. Todo lo que amaba. No entiende las razones que todo el mundo se empeña en recordarle. Ella habla de su niño y de su difunto marido (maravillosamente recordado por una silla de madera en un rincón) y lo mucho que le gustaba el Sabat con ellos. Habla de cuando amantaba a ese niño y de lo estúpidos que le parecían esos desarrapados fanáticos que se sentaban a la mesa con ella. Nos muestra el dolor y la culpa de no haber anticipado los hechos que ocurrieron, contradice las versiones que sus protectores se empeñan en que deben ser escritas y recordadas.
María hace un recorrido por algunas de las escenas más recordadas de la vida de Jesucristo, un nombre que se niega a pronunciar. Y lo hace con un humor ácido, de señora de pueblo, y lo hace con un dolor desgarrado, que parece querer arrancarle la cara antes de volver a recordar como las espinas arrancaban la piel de su hijo. Y es que María, en esta obra, podría ser la madre de un anarquista encerrado en la cárcel injustamente. Y lo hace desde el dolor y la crítica hacia su propio hijo, al que se encuentra cuando ya es famoso y legendario y parece no reconocer. Esta María podría ser mi madre, o la tuya. Y ello explica los minutos de aplausos que tuvo Blanca Portillo al acabar la obra, todos nos levantamos, pero las que aplaudían con mayor fiereza y gritaban con los ojos cristalinos, eran las madres que habían entre el público. Sólo ellas saben lo que duele un hijo.
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